Voy paseando hacia Puntas para subir desde ahí al Urgull
y aspirar el aire de mar. Subiendo, tengo una vista amplia sobre la costa, que,
un día más, tiene un brumoso color gris perla, detestado y encantador.
Oigo el ininterrumpido romper de las olas contra los
escarpes rocosos del ya viejo Paseo Nuevo.
Escarpes del Paseo Nuevo |
¡Cuidado! La serenidad del momento la rompe un lechuguino
que baja en bici, como si bajara el Tourmalet a tumba abierta. No, al menos hoy
la tumba no se la va a encontrar abierta: a esta hora de la tarde hasta las
barracas de feria del paseo están cerradas y los munipas echan la siesta en sus
casas.
En los
taludes próximos al castillo, sobre los tallos de las Crepis amarillas, se
retuercen las correhuelas, ezkiluntza: las esquilas blancas con grandes
bractéolas verdes solapadas. Supongo que su tamaño habrá atraído la atención de
alguno de los numerosos visitantes que deambulan por los alrededores. Aunque,
más bien, creo que están atentos a la vista sobre la Concha y a los juegos de los
niños: que el paisaje bien se merecen el esfuerzo del ascenso.
Para
bajar, aprovecho todos los caminos que alargan el paseo. El arbolado ofrece momentos
que a los paisajistas románticos les hubiera encantado contemplar y dibujar. Bajo
una pérgola, tumbado de medio lado sobre un banco y con las piernas encogidas,
duerme un transeúnte. Las esquilas blancas no perturban su placidez.
Más
abajo, otro banco sirve de mesa a una pareja que juega
a las cartas, sentados a horcajadas. La joven me ve venir y sigue a lo suyo con su parloteo. Su amigo
se me queda mirando sorprendido cuando paso a su lado; habrá supuesto que este camino
recóndito solo sería para ellos esta tarde.
Ya cerca del paseo de los curas, el
olor a sardinas asadas, que sube del puerto, rompe el encanto del paisaje color perla, del olor a mar
y de las flores como esquilas.
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